El arte de Héctor Méndez Caratini nos revela siempre una sutil ecuación de equilibrios. Hago hincapié, de esta manera, en el clasicismo de la fotografía practicada, durante más de tres décadas, por este singular artista plástico.
La primera ecuación que mantiene sus equilibrios nos remite a la distinción entre fotografía documental y testimonial. Por un lado esta fotografía será un registro de los tiempos históricos que transcurrían hacia esos años setenta en que Méndez Caratini comenzó su carrera. A la vez tendrá que ver con la manera en que el fotógrafo tiende su mirada.
Méndez Caratini es el fotógrafo de la generación de los setenta: su mirada siempre resulta bifronte, apegada al testimonio de nuestra modernidad a la vez que añora una identidad cultural asediada. Hijo de las transformaciones traídas por el Estado Libre Asociado y el desarrollismo, su mirada enfrenta la disyuntiva de captar y a la vez excluir, captar las señas de identidad y muchas veces excluir aquel asedio.
En la serie Petroglifos de Boriquén, de los años setenta, la mirada del fotógrafo se acerca a estos signos de nuestra cultura aborigen con una cercanía obsesiva, invocatoria de los espíritus telúricos; nos preguntamos por las puercas, palas mecánicas y otros ruidosos instrumentos del desarrollo justo a poca distancia del silencio majestuoso de esas piedras y sus callados emblemas. Es como si la piedra guardara, cual cofre ceremonial, los espíritus de nuestra tierra, de nuestro paisaje y paisanaje. Justo en esta cercanía excluyente el close up como truco que tacha el ruido circundante empieza el arte más íntimo de Méndez Caratini, su mirada indagante e incisiva, aquel sesgo testimonial, su arte inconfundible. Si la música a veces obedece a la elocuencia de sus silencios, en Héctor Méndez Caratini la mirada más íntima es la de quien permanece absorto justo frente a un sujeto asediado, abocado a volverse precario, un poco invocado justo antes de su desaparición.
Pero esta mirada tan incisiva de Méndez Caratini nunca avasalla al sujeto, jamás viola su dignidad. De parte del fotógrafo hay un respeto, casi una veneración, hacia esas señas de nuestra identidad. La distancia entre el sujeto y este afán de captar su definición nunca resulta en transgresión. Buen ejemplo de esto son las fotografías de Andrés Figueroa Cordero y los presos nacionalistas durante su regreso a Puerto Rico tras décadas de encarcelamiento en cárceles norteamericanas: nada se insinúa aquí de ese afán depredador de un Avedon cuando fotografió a su padre moribundo, o de Diane Arbus cuando retrató la extrañeza de sus freaks, de sus patéticos sujetos. Aquí, por el contrario, se rescata la dignidad del sujeto; sobre todo, existe la certeza de que estamos ante los íconos de un Puerto Rico en la encrucijada, colocado entre los rescates de sus mejores valores patrios y la vulgaridad del consumismo y desarrollismo circundante, esa condición desmemoriada. Las fotografías de Andrés Figueroa Cordero nos revelan algo más que el pathos melancólico de un hombre que muere de cáncer justo cuando regresa a la patria soñada. Ese escudriñar en su imagen es como la alegoría de tiempos ya moribundos. La sutil y solemne ironía de esas imágenes resulta conmovedora, porque sabemos que esos mártires del nacionalismo han regresado a un Puerto Rico demasiado ajeno, a años luz del que dejaron. La veneración puede aquí más que la curiosidad a veces saqueadora de otros fotógrafos.
En la serie Tradiciones: album de la puertorriqueñidad – también de los años ochenta – advertimos que esta nostalgia de algún modo excluyente – donde casi todo lo actual desaparece para revelarnos las señas de una identidad cultural identificada con tiempos pasados – recala en una emblemática frontalidad que nos evoca la fotografía de Jack Delano. Fotografías como la del ciclista Castor Ayala frente a su taller en Loíza – de la serie El artesano y su ambiente – , o esas en que se retratan las fachadas de los colmaditos con sus puertas de hojas, o las que captan oficios en vías de desaparecer como las del amolador de cuchillos, o actitudes ya camp, como la del ciclista Palomo en pleno regusto de la ornamentación barroca de su bicicleta, no buscan el ángulo complicado de la cámara sino la mirada justa y necesaria para la captación de unas señas ya en vías de extinción. Se narra la historia de nuestra cultura en transformación mediante un clasicismo paradigmático, en que los valores estéticos prevalecen sobre la narración sociológica. Como Jack Delano en su momento histórico, Méndez Caratini logra la semblanza mediante la empatía con el sujeto; hay una cordial aceptación – nada satírica o irónica – de esos personajes cuya realidad ante la cámara está protegida por cierto humanismo identificado con las causas de la izquierda histórica. En Méndez Caratini la narración de los hechos jamás rebasa esa definitoria compasión respecto del sujeto que provocó el click o zumbido de su cámara. Su interés siempre testimonia la singularidad del sujeto más que la mera descripción de los hechos sociales.
En la serie Haciendas cafetaleras de Puerto Rico vemos cómo esa evocación de nuestra pobreza antigua se ha convertido en la visión de un mundo en ruinas. Aquí desaparecen los sujetos y reaparecen esos sitios – glacis abandonados, almacenes vacíos – que nos remiten a pasadas explotaciones a la vez que sugieren esa nostalgia de mundos desaparecidos. Es como si el fotógrafo volviera a visitar a aquellos sitios donde Jack Delano fotografió la gente, aquel pueblo sometido por la pobreza. De nuevo, el esteticismo de Méndez Caratini se inclina hacia cierta complacencia nostálgica. Ambos fotógrafos han sido motivados por el humanismo de izquierda, a uno le tocó fotografiar la gente y a otro la mayor complejidad de los emblemas en fuga, casi fantasmales; a veces el lugar visitado insinúa una ausencia perturbadora; como en los paisajes desolados de Di Chirico, ahí se percibe una inminente presencia que no acaba de revelarse.
De este modo, la fotografía de Méndez Caratini logra una majestuosa atemporalidad, de marcada tendencia elegíaca, donde quedamos llamados a imaginar el pasado. En Tradiciones: album de la puertorriqueñidad un muchachito, algo asustado por la cámara, aparece frente a uno de aquellos altarcitos de las salas campesinas de los años cuarenta y cincuenta. El muchacho no parece de aquella época sino de ésta; la foto interroga el tiempo mismo y sus vicisitudes; el tembloroso semblante de la actualidad queda situado frente a los emblemas y señas del pasado, y el efecto en el espectador es de perplejidad, porque nuestra indagación se vuelve irresoluta entre ese pasado piadoso y el aprensivo porvenir del niño.
El arte de Méndez Caratini está enraizado en la tradición del ensayo fotográfico. Ello quiere decir que la imagen es siempre acicate para contar una historia. Como los heroicos fotógrafos de las revista Life, durante los años treinta, cuarenta y cincuenta, aquella tradición ya casi caída hoy en el olvido, una sucesión de fotos es un intento por narrar la singularidad de personajes colocados en algún oficio, tradición, ordalía o suceso: se trata de relatarnos y mostrarnos, con la imagen inapelable, irreductible, el drama de esos personajes. La serie Loíza, lo mismo que Los sueños del patriota, son perfectos ejemplos de lo anterior.
Resulta curioso: Héctor Méndez Caratini no ha fotografiado el paisaje urbano de la 65 de Infantería, o de la Avenida Campo Rico, los trances del perreo o la agresividad del reggaeton, pero sí ha captado esos vaqueros del rodeo puertorriqueño. Aquí nuestra modernidad se ha disfrazado de una fallida y contradictoria impostura, donde cierto patetismo light jamás se aleja de una sutil ironía. Porque a pesar de ese intento por convencernos de que sí son figuras colocadas en una tradición propia, los cowboys puertorriqueños delatan su ancestral machismo jíbaro. Esos rostros todavía lucen apegados a la ruralía nuestra, a los bigotes macharranes y las miradas torvas: son figuras ancestrales disfrazadas de un paisanaje distante aunque ya nada ajeno del todo. Si bien es cierto que los galleros, los pleneros y los cantantes de décimas se engalanan emblemáticamente con el sombrero panamá, en las cabalgatas domingueras auspiciadas por Romero Barceló prevalece el sombrero cowboy a la Vaqueros de Bayamón. A pesar de que Rosselló no adorna barrocamente su Harley, la señal es la misma: el peso testicular se nos sugiere mejor enjorquetados en el caballo o en la motora. Son nuestras fatigosas señas tercermundistas; todo ello nos evoca la revolución nicaragüense, los milicianos luciendo gorras de los Yankees de Nueva York o las camisetas de los Bulls con el Jordan estampado en las espaldas. De algún modo asombroso, y a pesar de todo ello, Méndez Caratini establece una coherencia en esas imágenes, una formidable belleza formal donde los valores plásticos y la composición terminan imponiéndose sobre ese documento social que siempre es la fotografía. Según su lente y olvidando lo grotesco del mofongo con ketchup o los tostones rellenos de caviar esos vaqueros se legitiman con las inconfundibles señas ancestrales; aunque mal se disfracen de lo que no fueron sus antepasados, proclaman lo que inevitablemente serán sus descendientes. Así cambiamos, así permanecemos.
Supongo que este aspecto documental de su fotografía cada vez resulta más azaroso y arriesgado. Cuando Jack Delano apretaba el obturador, los puertorriqueños éramos, casi siempre, víctimas pasivas. Ahora muchas veces somos cómplices activos, con la paranoia de la ilegalidad ese mono trepado en el hombro siempre acechante. La verdad sea dicha: fotografiar en el sector Las Carreras es testimonio de una vocación sin precedentes en nuestra fotografía; si antes la foto era seña de identidad ahora podría convertirse en exhibit, prueba. Héctor Méndez Caratini es un héroe este afán de rescatar las señas allí donde estamos al borde del olvido de nosotros mismos.
Edgardo Rodríguez Juliá
Guaynabo, Puerto Rico
Febrero de 2004