EL TIEMPO EN LAS FOTOGRAFÍAS DE
HÉCTOR MÉNDEZ CARATINI
Como ha ocurrido en el cine, la fotografía ha tenido que disputar intensamente cada palmo de su reconocimiento artístico. Cuando la imagen pudo ser captada fotográficamente por primera vez se hizo evidente que la pintura no podría seguir siendo lo que había sido hasta entonces. Pero no quedó claro si el nuevo invento podía ser utilizado artísticamente. Parecía como si la cámara fuese autosuficiente, como si el hombre no contara para nada, como si no hicieran falta unos ojos que escudriñaran la realidad y buscaran lo importante. Lo significativo, lo que merece ser recogido y trabajado fotográficamente. Se tenía la impresión que la mente, los valores, las actitudes y las aspiraciones no tenían nada que ver con las realidades seleccionadas y recogidas en las fotos.
Sin embargo, el propio oficio fue sentando sus pautas. Se fueron configurando las fronteras entre lo pictórico y lo fotográfico. La fotografía fue estableciendo su universo autónomo con leyes propias y recursos específicos. Cuando la foto pudo ser reproducida en impresos y alcanzó divulgación, el oficio del fotógrafo se vinculó estrechamente a los periódicos y las revistas. Luego, la industria y la vida moderna fueron estableciendo nuevas funciones y delimitando géneros. Surgió la fotografía científico técnica, la comercial, la informativa o periodística y la foto como medio de expresión creativa.
En este último género es que se inserta la colección de Héctor Méndez Caratini “El Ayer: recuerdos de un Puerto Rico olvidado”. Se trata de una serie de fotografías unidas por una temática central: la preocupación por un mundo olvidado que desaparece ante el impacto de una modernidad problemática y poco articulada. En el espacio de realidades puertorriqueñas en vías de desaparición que recoge la colección, lo anacrónico ocupa el primer lugar entre todo lo que es significativo pero no como añoranza del pasado, sino como testimonio de un presente que todavía no ha alcanzado plenamente su sentido y en donde la tradición desaparece como si nunca hubiese existido, como si los pueblos no tuvieran raíces.
En ese marco el problema del colonialismo se asoma muy sutilmente para mostrar su perfil desde diferentes ángulos. La fotografía de Palomo, “el motociclista”, nos presenta un nuevo Quijote sobre un Rocinante metálico que va en busca de nuevas aventuras y de molinos de vientos. Ese easy rider criollo es el símbolo de la modernidad problemática y desarticulada que vive actualmente Puerto Rico y de su particular realismo mágico. Montado sobre su vistoso vehículo, que arrastra un pabellón de banderas y cachivaches, este personaje pueblerino va proyectando su anacronismo de feria por una ruta de municipios que se despueblan y donde la gente como diría Palés “se morirán de nada”.
La vieja sociedad patriarcal muestra también su rostro moribundo. Por un lado, la hacienda abandonada donde en lugar del café, tabaco, u otros frutos crece la maleza salvaje e implacable. Por otro lado, el esqueleto lejano de una central convertida en chatarra, en pueblo fantasma sin mas pena ni gloria. Y a medio camino entre la vida y la muerte un viejo órgano bajo un cuadro de Jesús en el rincón de una casa en algún pueblo del interior nos transporta a aquellos “felices días” que como la danza “no volverán jamás”.
El otro componente fundamental de este mundo de realidades desdibujándose es la tradición religiosa y principalmente la santería. Santos tallados en madera colocados sobre una mesa y juntos a ellos el dueño de la reliquia posando para el fotógrafo. Paredes llenas de cuadros con imágenes, fotos familiares, alambres, espejos y certificados de diversa índole. En ese mismo ambiente de tradiciones en retirada aparece la foto del artesano Emilio Rosado, uno de los últimos ejemplares de una especie en vías de extinción, mostrando orgullosamente uno de sus gallos tallados en madera; al igual que en la foto de la tienda de souvenirs Ayala, donde el pasado se convierte en mercancía, en “Kitsch” a la altura de todos los bolsillos de turistas.
Contemplando el cuadro general de ese mundo que se extingue están las fotos del último resistente de la embestida de la historia: el pequeño comerciante que apenas subsiste ante el impacto de la invasión comercial norteamericana. Colmados destartalados y abandonados que aún guardan los nombres con que fueron bautizados por los últimos dos propietarios. La mirada vacía de un dueño o parroquiano de un negocio que no parece esperar nada de nada ni de nadie. El vendedor de pasteles en su improvisado puesto en la orilla de un camino. La tienda tragada por la naturaleza donde un anuncio de 7-UP parece un fantasma saliendo por una ventana.
Mucho mas enmarcada en el presente está la casa típica de campo con una imagen gigante de Santa Claus en el balcón con su ridícula indumentaria invernal en un país cálido como el de Puerto Rico. Una simbología importada que se inserta orgánicamente con los productos norteamericanos que pueblan escaparates en varias fotos de comercios. En una de ellas aparece el retrato de Luís Muñoz Marín aún joven, en la década del cincuenta, quien parece como si estuviera presidiendo todo el movimiento que se dá en el negocio o como si se encontrara custodiando la mercancía que allí se exhibe. Curiosamente Muñoz solo cuida a los productos norteamericanos; a las botellas de sirop hecho en Puerto Rico las guarda únicamente la Divina Providencia. Por eso aparecen junto a un cuadro de imágenes religiosas y tienen en la parte superior un reloj que da la impresión de estar contando el poco tiempo de vida que queda a este tipo de industria nativa de continuar la actual tendencia.
Por último piedra y follaje. Aguas quietas que esperan por la historia. Esta quietud final del paisaje contrasta radicalmente con la tormenta que inicia la colección donde esta presente un viento que todo lo arrastra pero atropelladamente como si no quisiera dejar que el tiempo siguiera su causa normal y pretendiese violentar la marcha de los acontecimientos.
Lo curioso de este mundo de fantasmas vivientes es que se trata de una visión del pasado elaborada por un fotógrafo que mira principalmente hacia el futuro. De ahí que no se puede interpretar su colección sobre El Ayer como una búsqueda del tiempo perdido, como un viaje a la semilla, ni como una visión nostálgica del pasado. Lo que su colección recoge es una reflexión fotográfica sobre un futuro incierto y problemático donde la cámara se revela contra los que pretenden arrancar a un pueblo de la historia con todas sus raíces.
José Luís Méndez
Río Piedras
Octubre de 1978