Con los espíritus de nuestro lado: Cinco ensayos fotográficos de Héctor Méndez Caratini
Por Rubén Alejandro Moreira
Esta fatalidad (no hay foto sin algo o alguien) arrastra la Fotografía hacia el inmenso desorden de los objetos –de todos los objetos del mundo; ¿por qué escoger –fotografiar- tal objeto, tal instante, y no otro?
Roland Barthes
La tenacidad de Héctor Méndez Caratini de invadir distintas zonas del globo terráqueo y de captarlas desde dentro, siempre nos ha llamado la atención a través de las cuatro décadas de su cautelosa labor. Este aspecto resulta extraordinario en Puerto Rico, que todavía espera por un acercamiento académico serio de la historia de nuestro medio fotográfico. Su trabajo es siempre una búsqueda de sí mismo dentro del vasto mundo. Se autoafirma al unirse a todos los espacios que encuadra como testimonio fiel de su mirada, de la huella que lo define. Del choque de formas sintetizadas en cada visión surge su celebración de lo humano. El rompe esa cuarta pared de cada habitáculo –real o inventado- para transformar la realidad y hacerla suya con toda visceralidad y tino.
Su bagaje lo lleva a sopesar constantemente las posibles conceptualizaciones de sus ensayos visuales, a estudiar a la saciedad de forma libresca, antes de oprimir el obturador. No se trata, pues, de alguien que vaya a improvisar, sino de un artista que lleva en su mente unas ideas concretas, nutridas por el respeto cultural al tema que abordará, y por otra parte, un repertorio imaginado mediante el conocimiento previo de dicho objeto.
Si hacia 1965, Pierre Boudieu tildaba a la fotografía de arte medio por la proliferación de la cámara y por ser utilizada por una clase media sin pretensiones artísticas superlativas, este clasismo todavía prevaleciente hasta mediados de los setenta, será altamente cuestionado, justo en la época cuando Méndez Caratini se iniciaba como profesional. Y es que el arte en general –el que más energía y significación traduce- se ha convertido también en un arte medio. El arte y la vida se han acercado más que nunca. Implica un salir de la sociedad para entrar de nuevo trasmutándola, explicándola, inspirándola de mil modos distintos. A partir de entonces, las fronteras se han ido borrando. De hecho, Bourdieu, convenientemente, nunca habló del que trataba el medio como arte. Y es que muchos artistas de la fotografía retan constantemente las convenciones y las rompen, suscitando significaciones profundas. La excepcionalidad del trabajo de Héctor Méndez Caratini ofrece una perspectiva intelectual desde nosotros, incluso yendo contra la corriente, precisamente por nuestra falta colectiva de historiar la fotografía hasta la actualidad. De modo, decíamos, que cuando se propone una serie, la piensa hasta en sus detalles más sutiles.
A contrapunto, al confrontarse in situ con las situaciones que ha buscado deliberadamente, Méndez Caratini insufla sus motivos con la porosidad del ambiente, de los gestos vitales de los personajes que su lente certero capta. Por consiguiente, tampoco desdeña lo que Henri Cartier-Bresson denominaba el decisive moment. La voluntad del artista y las ideas encarnadas en lo que tiene de frente adquiere la potencia máxima. La sensorialidad abordada en cada imagen preña las ideas que cargaba en su mochila viajera, otorgándole una vida y un arte asombrosos. Méndez Caratini, por tanto, desea crear un orden. Un orden que es suyo. De la tridimensionalidad física de la vida, pasa a la bidimensionalidad del papel por el puente de las formas y los símbolos. La forma será valor en los trabajos en blanco y negro, u obligará a la atención en el color de la foto, con un rigor paralelo al de la pintura. Por otra parte, no tenemos que acercar medios relativamente distantes. Sabemos que hay peligro. Para decirlo con un término de T.W. Adorno, la fotografía puede reificar rápido. Esto quiere decir que puede tornarse obsoleta debido a la cantidad de personas con cámaras que pueden realizar imágenes semejantes. Es siempre un riesgo. De ahí la importancia de la coherencia en la visión de un artista. Al caminar el trayecto histórico recorrido de Méndez Caratini, podemos afirmar que su lenguaje es pletórico y riguroso con los planteamientos visuales que suscita.
Esta muestra titulada Raíces ancestrales en el Nuevo Mundo es antológica, en dos sentidos inmediatos. Primero, porque es una selección de ensayos fotográficos de Méndez desde los noventa casi hasta el presente. En este caso, todas las series son a color, contrario a series anteriores que se concibieron en blanco y negro. Segundo, porque la exposición está cifrada por una dicotomía curiosa: la lejanía a través de lo cercano. Se trata de cinco series; dos series pertenecientes al continente latinoamericano –una, Venezuela; la otra, Brasil-, y tres series de Las Antillas: República Dominicana, Cuba y Martinica. Pese a la cercanía cultural latinoamericana, o a compartir el mismo Mar Caribe, el desconocimiento del sincretismo religioso de vertiente africana, suele silenciarse todavía en una isla como la nuestra, y más aún, la vertiente religiosa de Martinica, proveniente de la India. El acercamiento de Méndez Caratini, tanto a los cultos continentales como antillanos, despiertan la curiosidad del espectador por un mundo hechizado, iluminado emocionalmente por el trance, edificado rítmicamente por la plasticidad del color o la música del ritual evocada a través de los ritmos de la imagen y lo representado.
La secuencia temporal de las series permite ver la continuidad intelectual bajo el desarrollo de Méndez Caratini: Gagá y Vudú-República Dominicana (1990-93); María Lionza– Venezuela (1992); Diosa Kali– Martinica (1992); Orixás– Brasil (1994-95); Santería-Cuba (2016). Como se entrevé en las fechas, el artista reiteraba la visita a ciertos lugares, con el fin de lograr una visión cabal en cada proyecto, según las necesidades de los mismos. Adentrémonos a este mundo espiritual de nuestros países hermanos.
En el Batey Colonia Tumba, en República Dominicana, cuyo nombre evoca posibles lecturas sociológicas y políticas de la región, tanto como sirve de puente a un más allá de la realidad física, se lograron algunas de las fotografías más impactantes de los ritos afrodominicanos. Cachúas presenta a un oficiante vestido de rojo y careta negra, junto a varias personas con indumentarias simbólicas, especialmente con cachos en la cabeza, que significa, cuernos. Estos se montan en las tumbas y las latigan para despertar a los muertos, para que ese modo, puedan cumplirle los favores, sobre todo, salud, amor y dinero. Por otra parte, abundan en esta serie, así como en las siguientes, los retratos. Reinas del Gagá, Dos mayores y una reina, son ejemplos del papel femenino dentro de esta sociedad de culto. Hay elementos comunes a los altares, así como a la indumentaria del rito. Tambores, flores, collares confeccionados con mostacilla y canutillo, botones de diversos tamaños y colores, espejos para alejar la maldad. Los referentes, tanto en esta serie como en las otras, muchas veces apuntan a lo imposible, a lo invisible, por tratarse de un mundo espiritual. El objeto deseado de latigar una tumba no está en lo visible. De modo que lo recuperado en la foto intensifica la imagen. Pero no es sólo labor de recuperación en las imágenes. Es proponerse como presente continuo. La fotografía es siempre resurrección Es la congelación de un instante que se pierde. Los que están en la foto morirán en algún momento, sin embargo, la fotografía se empecina testaruda y mágicamente en negar el evento más certero de la vida.
Otro retrato fundamental dentro de esta serie, es el de Similá Jeremie, que es el sacerdote o dueño del Gagá. Se le llama Houngan. Percutir los cueros de chivo del tambor puede dar inicio o continuación del ceremonial. En la arquitectura de los altares, siempre hay un poste central con una denominación francesa por la cercanía haitiana: Poteau Mitan. Esto es así, porque es por ahí que bajan los espíritus, los luaces o divinidades. Aquí es fundamental el trance del oficiante, que sopla y bebe licor para purificarlo todo y así poder recibir los favores estando fuera de sí mismo.
Pero, como se sabe, también hay un lado oscuro en unas vertientes de los cultos del Gagá y el Vudú. Méndez Caratini plasma una fotografía del Bokor, el hechicero encargado de laborar con situaciones siniestras. Son temidos pues pueden hacer trabajos peligrosos. En los retratos como éste, la literalidad de tener la persona delante enfatiza lo pictórico, la conexión directa y colaborativa entre fotógrafo y “modelo”. El breve tiempo de ambos cercado por el obturador.
Y es que Méndez Caratini logra impartirle al retrato la viveza necesaria para un espectador ávido de interrogar al personaje que tiene en la imagen. Si bien, cuando tenemos un solo personaje en estas series de tema espiritual, la frontalidad en estas series puede remitir al hieratismo de lo sagrado, por otra parte, hay una franqueza, una honestidad y horizontalidad en la presentación. El artista y la realidad están sintonizados en el mismo nivel. Cuando el personaje suele estar de perfil, muchas veces se debe a la ejecución de alguna actividad ritual y definitoria. A contrapunto, los retratos de grupo acusan una unión comunitaria, todavía no vulnerada del todo por las exigencias de lo actual. Ese mismo peligro lo corre el medio fotográfico por la reificación de la que hablábamos anteriormente. La actividad se realiza entre todos o varios miembros de la comunidad, sea una ofrenda, sea una purificación o un pedido. Aunque estas actividades conjuntas cuestan dinero que las comunidades recaudan, es el tiempo en convivencia sagrada lo que debe prevalecer. Ahí está el énfasis.
Vevé muestra, en cambio, un dibujo ceremonial con harina de maíz, cenizas y polvo de café. Los luaces nos ponen en sintonía con la naturaleza de los misterios. Por consiguiente, hay que tener fuerza y valentía, simbolizados en ocasiones con el fuego o la sangre, y que remiten a los temas del sexo o la guerra, luchas perennes del ser humano. Es que el Bukán, o Dios del Gagá, se representa con una barra de hierro candente. Atender la fogata es crucial para mantener el fuego vivo de modo que los favores sigan presentes.
De la hermana de Las Antillas, pasamos a Venezuela y su culto a María Lionza. Contrario a la Santería en Cuba o los Orixásen Brasil, según apunta Angelina Pollak-Eltz, el culto de María Lionza es más flexible, pues el parnaso de las divinidades no es tan estricto como en las anteriores. Es decir, incorpora elementos libres que les ha interesado amalgamar a la vertiente africana. Imágenes del Cacique Guaicaipuro, del Negro Felipe, dialogan con las del libertador Simón Bolívar junto a una María Lionza, cuyo sincretismo trae muchas similitudes con otras imágenes de la Virgen. Esa devoción es muy palpable en las fotos que Méndez Caratini realizó en la Montaña Sagrada de Sorté, en el estado Yaracuy.
La Ceremonia de despojo en el río permite presenciar una ofrenda, que se realiza sobre una plataforma, en la que flores, velas y piedras forman parte de un altar transitorio, como el río cuyas aguas transitan debajo. El artista capta una presencia temporal objetualizada a partir de la circunstancia. Los objetivos de la foto parecen suspenderse. La configuración potencia lo real y fortalece lo numinoso a un mismo tiempo. No es que lo que esté ahí sea menos, sino que lo que está ahí tiene un propósito mayor. Los altares para María Lionza, tienen paralelismos con los de la Santería cubana, sin embargo, como señalamos antes, incorporan personalidades como el Dr. Gregorio Hernández, quien era un médico que curaba a la comunidad y que ha adquirido la dimensión de figura tutelar. Es frecuente también la presencia de un gran árbol como la Ceiba, en la veneración inclinada a las potencias de la herencia africana. Un pez es dibujado en el suelo con harina en la fotografía Velación. Entre las flores y las velas, el humo del tabaco purifica y el licor permite la invocación de la sacerdotisa. Resulta interesante la incorporación al ritual de imágenes de figuras nacionalistas como Simón Bolívar, así como personajes que remiten a otras culturas, como puede ser la del Vikingo. En la fotografía de este título se ve a un oficiante en trance. Se ha automutilado con un alfiler, lengua y brazos, en señal de estar poseído por fuerzas supremas. La sacralidad elimina la utilidad –igual que en el arte. La mirada extraviada del oficiante es signo de que lo que está delante es la cáscara, no la médula de lo que se busca. Entonces, al hacerse uno con el shamán, ¿no está Méndez Caratini abogando por un arte que surge del tuétano de lo vital? ¿No es acaso lo que ha acontecido con los caminos del arte y de la vida, que se han trenzado y enmarañado borrando muchas de las fronteras que antes los separaban? Y al cuestionar el arte, ¿no interroga estas prácticas vitales también, frente a nuestro mundo industrializado y revolucionado por la cibernética? ¿Todas las sutilezas del lenguaje de Méndez, no retan la visión que Walter Benjamín tenía de la fotografía, dejando ver justamente el aura que nunca perdió el medio?
De las series aquí presentadas, la única que no es de filiación africana es la de Martinica, que según indicamos es de la India, pues con la liberación de los esclavos en esa isla se necesitó mano de obra y esta población nueva trajo consigo su culto por la diosa negra Kali. Ella es considerada la madre del universo, y protege de todos los males. Las devociones tántricas de la India fueron trasladadas a esta isla, evolucionando con el tiempo que lleva en ella. La diosa es la que permite la liberación personal, de ahí que se le represente de pie, y danzando con su compañero Shiva, quien aparece en ocasiones acostado frente a la diosa. El triángulo dibujado en el manto con símbolos que parecen flotar, es flanqueado por los crotos y una palma en una de las fotografías de Caratini, como subrayando el transplante del culto a zona tropical.
Destacan en la ceremonia, los colores rojo y violeta de la diosa dentro de templos, cuyos suelos están apelmazados de excremento de vaca. A éstos hay que acceder descalzo. El sable es primordial en la iconografía, pues se realizarán sacrificios de animales. La sangre derramada cae en la tierra mientras se decapita una gallina. Otro sacrificio se lleva a cabo con cabros. Se le derrama agua fría, el que se mueva primero es el que se sacrifica. Al final, todos son cocinados y ofrendados en nombre de Kali. Luego de los rituales, se lava la sangre con baldes de agua. Los frutos complementan estos ritos de vida y muerte. Méndez Caratini constrasta el colorido nocturno del poste y otros objetos en el altar, con el prevaleciente rojo del oficiante, de los del manto ceremonial así como la sangre de los sacrificios.
Orixás en Brasil, nos adentra en el mundo de los intermediarios de la figura suprema divina. Méndez Caratini vuelve a impactar con los ritos y la gestualidad o la serenidad de los oficiantes. Omulú, con los hilos abundantes de escobilla o pallha de costa, tapa las cicatrices de sus brazos con marcas de viruela. Usa un bastón ceremonial y cura a los creyentes. El color es fundamental en estas fotografías, pues los azules turquesas de las aguas de Yemayá contrastan, digamos, con Ochosí en su traje verde y dorado, con su arco y flecha. Pero uno de los aspectos que llama la atención en la religión del candomblé, así como en los cultos afroamericanos en general, es el aspecto de unión comunitaria, que en Brasil tiene millones de fieles. Méndez Caratini ve en la gente su gestión de mantener una tradición auténtica porque ésta sigue evolucionando en cada uno de los lugares en los que se ha enraizado. En los terreiros –lugares de ceremonia- la música, el ritmo y el color se entremezclan reavivando un espíritu ancestral, pero presente en una gente que no teme proyectarlo.
Como los nigerianos o dahomeyanos eran mejor remunerados que los provenientes de otras regiones africanas, puesto que eran más diestros en ciertas prácticas, su influencia se deja sentir en la fuente yoruba heredada en Brasil, según señala Pollak-Eltz. En el candomblé Nago de Bahía, el sincretismo fusiona las deidades a santos católicos, como sucedió en varios lugares por la represión europea. Méndez Caratini rescata una herencia afrobrasileira semejante a la nuestra. Tanto en esta serie como en las otras aquí presentadas, lo pictórico y lo teatral se dan la mano de un modo muy armónico, pues los conceptos no son impuestos, sino que emergen de lo que acontece, de lo experimentado.
En el terreiro, el maestro de los Orixás, recibe en trance a su Orixá, pero si está desarrollado espiritualmente, puede recibir a más de una potencia, siempre y cuando le haga el culto debido. El Orixá se manifiesta a caballo. Hay que montarlo para ir a un lugar distinto, a una zona sagrada. La escalera de barro conduce al templo. Dos árboles flanquean el asiento de los santos. También en Brasil, la columna central por donde bajan los Orixás es fundamental. Para que las fuerzas sobrenaturales se queden hay que hacer los sacrificios. Para que Echu –deidad maligna- no moleste y quede fuera del templo, hay que darle alguna ofrenda para despacharlo. El aguardiente y el tabaco sirven para iniciar el trayecto del ritual. La comida es esencial, y para eso están la Iya Basse –cocinera- y su asistente, Iya Moro. Las mujeres tienen protagonismo también en la danza, mientras que la música es producida por los hombres. Al montar al santo, es necesario recalcar que el Changó o el Ogún que se trepa, es distinto del que recibe otra persona. La unión de persona y potencia necesariamente trae variaciones o manifestaciones diferentes.
En Cuba, la tradición abakuá proyecta, con mucha vehemencia, su riqueza espiritual también. Muchos conocen estos cultos como santería, sin embargo, los iniciados distinguen muy bien las Reglas o sectas, que pueden ser Mayombe, primordialmente del Congo, o Lucumí, yoruba. Esta última suele ser más amplia. La Regla de Ocha está muy difundida en la Antilla Mayor. En el sincretismo cubano, al igual que en los que hemos visto en las otras series, el santo sólo camufla al orisha. Las adopciones se dan por semejanzas externas o por analogías, sin embargo, hasta la sexualidad de las figuras puede cambiar entre los santos católicos y los orishas, pues en tanto principio espiritual, el sexo no tiene importancia, es algo que tiene que ver con la encarnación posterior, y el orisha es una potencia superior. Así, identifican a Santa Bárbara con Changó, protección contra incendios y tormentas. Incluso cambia la adecuación de santo y orisha de acuerdo al país. En Cuba a quien se denomina San Juan, es San Gerolamo en Brasil. Pero la identificación se realiza usualmente por lo que porta el orisha: una daga, un hacha, un machete…
En esta serie de Méndez Caratini, destacan los altares a los orishas que se ocupan de los asuntos cotidianos. La deidad primordial es Olorún u Olofín, quien creó el universo, pero luego se retira a su ámbito privilegiado. No se inmiscuye en nuestra cotidianidad, por tanto no es venerado. Será un parnaso de figuras tutelares las que se encargarán del auxilio humano.
Del otro lado del Puerto de La Habana, la comunidad de Regla mantiene su cabildo religioso con gran fervor, y en el peregrinaje de nuestro fotógrafo se evidencia la vitalidad simbólica de sus altares. Madama de La Habana, Central Alava, en Colón, o Julio Agustín Velázquez en el Cabildo de Ogún en esa misma central, como también Pedro en el Cabildo de Elegguá, permiten ver sus altares con ofrendas diversas. No es difícil conjurar al José Lezama Lima de las Eras imaginarias, fumando un tabaco como la Madama de Caratini.
Todo es porosidad y color dentro del puro barroquismo antillano. Obatalá, con sus referentes blancos y los objetos de plata, deidad de la paz y la armonía, de quien dicen ayudó a Olorún en la creación, camuflado en Cuba con Virgen de las Mercedes. Elegguá abriendo los caminos y protegiéndonos de las maldades de Echu. Changó, con su rojo y su blanco al cuello, dueño del fuego y el rayo, con su hacha de dos cabezas. Encubierto sincréticamente por Santa Bárbara. Oggún es el principio rector de lo técnico, de la guerra, nos protege contra los enemigos con su machete. Babalú Ayé, con sus deformaciones, con su escobilla, nos hace concientes de la enfermedad, de las huellas en nuestra piel como anticipos de la muerte. Méndez Caratini no sólo capta la serenidad de los oficiantes en sus retratos, pero también la disposición de los objetos en los altares hacia las potencias, la organización de los frutos para un banquete celeste.
En cada una de las series hay magníficos bodegones. Pero es que a la noción del bodegón europeo, quizás haya que oponerle el afroamericano. Si el bodegón holandés es rico por su aburguesamiento, si el de un Zurbarán pone un empeño ascético en su visión barroca, la nuestra, desde los cultos afrocaribeños y americanos, subraya una exuberancia, un espejear una naturaleza selvática como imagen primordial debajo de lo vital. Es ella la que otorga y quita.
Héctor Méndez Caratini invita a interrogarnos por los significados en nosotros de estas imágenes. ¿Cuánto de belleza y verdad, de amor y odio, de miedo o confianza, de terror o sosiego, hay en ellas? Los signos e íconos afrocaribeños deben constituir una lógica particular de pensamiento. Esa lógica es la nuestra, hasta ahora camuflada para nosotros mismos, y en la que tenemos que desentrañar el discurso de las imágenes y con ello, las analogías hacia lo vital.
La pictorialidad y la teatralidad de la fotografía de Héctor Méndez Caratini le contesta al claroscuro de Caravaggio con la luz y el color más rotundo. Aquí, ni lo visto ni lo obvio, sino lo que ha carecido de imagen constante por el prejuicio racial. El conocimiento siempre le responde a una herencia, pero a veces, parte de ella ha sido escondida, ha sido dilapidada. Aquí el artista nos hace tomar conciencia de una opresión que ha estado en nosotros, pero también de un escenario plural que cada día es más amplio, más inclusivo. Nos pone en sintonía con un modo de pensar y concebir la realidad… desde otra parte.
Rubén Alejandro Moreira
Se doctoró en la Universidad de Temple en Filadelfia. Es Catedrático de la Universidad de Puerto Rico en Humacao. Fue director del Museo Casa Roig durante más de una década. Ha laborado como curador e historiador en varias exhibiciones tanto en el Instituto de Cultura Puertorriqueña, el Museo de Arte de Puerto Rico, así como en el Museo de Arte Contemporáneo y otras entidades. Tiene a su haber un centenar de catálogos de arte escritos.